(Carlos Smith)
presentí que eras sólo un gran ojo,
un ojo de siete gamas
que miraba en paz la vida celeste del mar,
y las arenas desnudas del norte,
desde las medusas a las alturas cordilleranas.
Te intuí curiosa de la luz,
esa luz perfecta y transformadora
que suele bajar a recordarnos
que el yo eterno nos habita
y que pertenecemos a la tierra padre,
y al universo madre
que parió la vida en el infinito,
en el todo y en la nada.
Eras entonces la cíclope invisible
que aguardaba que el cosmos
cruzara tus caminos con la cocreación.
Eras la que esperaba la inteligencia infinita,
el conocimiento absoluto
la dimensión eterna,
para construir más andamios de luz
más posibilidades, más existencia cotidiana,
en estos tiempos, en la dualidad.
Entonces escuché tu mar,
tu voz de madre inmensa,
tu zumbido acogedor,
tu puerta desplegándose.
Lo inasible separó tu lejanía
y te vi llegar sonriente,
plateada, azul, rosa, verde
y advertí que eras una cíclope de tres ojos,
de tres ojos certeros e invisibles,
de tres ojos silenciosos e invulnerables,
ojos que ven lo que no existe,
que crean lo impalpable,
y que intencionan el amor
hacia todo lo viviente.
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